La náusea del mar / Carlos Fidalgo

Una ola me arrancó de las jarcias y pensé que en aquel momento se terminaba mi vida. «La muerte tiene forma de remolino», pensé. Pero el mar volvió a arrojarme contra la cubierta del barco y, mientras mis compañeros del buque escuela hacían lo imposible por sujetarse a los mástiles, traté de aprovechar la segunda oportunidad que me ofrecía la tormenta y me liberé de todo aquello que pudiera molestarme para nadar. En cubierta dejé las botas y el chubasquero, y cuando el mar volvió a reclamarme con otra embestida sólo vestía un jersey y un chaleco salvavidas.

El oleaje me empujó contra las rocas donde habíamos encallado y de verdad pensé que en aquel momento se terminaba mi vida. Noté un intenso dolor en la pierna derecha, me imaginé que me sería imposible nadar y quise recordar alguna oración para entregarle mi alma al Señor de una forma más piadosa. Pero el mar no se atrevía a tragarme, y después de golpearme contra las piedras terminó por llevar mi cuerpo en volandas hasta dejarme magullado sobre una ensenada. La arena húmeda me abrasaba los ojos, la sal me corrompía la boca, las rocas me habían machacado toda la musculatura y después de arrastrarme con torpeza lejos del agua, conseguí ponerme en pie en el interior de la playa. Mareado, hice un esfuerzo para caminar entre los cadáveres de mis compañeros, sacudidos por la tempestad, desmembrados y desperdigados por toda la costa como manzanas caídas de un árbol, hasta que la pierna me dijo basta y el dolor se hizo tan intenso que pensé que me desmayaría.

Así me encontró el marinero Burton, recostado contra una roca, vomitando agua del mar y con el chaleco salvavidas puesto, mientras las olas alborotaban la Ensenada del Trece, después supe su nombre, con los restos de nuestro naufragio.

«¿Estás entero, Luxton?», recuerdo que me preguntó.

Pero no tenía fuerzas para responderle.

Burton me ayudó a levantar la espalda de la roca y tras deambular por la playa, apoyados el uno en el otro, dimos con una cabaña de piedra en la oscuridad. Un hombre, una mujer y dos niñas nos abrieron la puerta, asustados, y no hizo falta decirles nada para hacernos entender. El hombre nos dio algo de comer y después nos guió hasta la casa de un sacerdote, no demasiado lejos de la Ensenada. Y en la vivienda de aquel hombre de Dios, cobijados de la lluvia, encontré las palabras para preguntarle por el lugar donde habíamos naufragado en una noche tan nefasta.

«En la Costa de la Muerte», nos respondió en inglés, dejándonos sobrecogidos.

«¿Quiénes son ustedes?», preguntó él. Y antes de que Burton le respondiera que éramos dos marineros del Serpent, y que habíamos zarpado dos días antes del puerto de Plymouth, recordé los cuerpos de nuestros compañeros mutilados por las rocas, abrí la boca para hablar, y le dije a aquel cura que sólo éramos un poco de espuma.

 

 

Comparte este texto: