Otras imperfecciones de Morel / Manuel R. Montes

a Gonzalo Lizardo

Su cuerpo era cuarzo dorado al escindir el estanque.

Brazadas.

De los fotógrafos, ocultos tras arboleda, nadie opinó haberla imaginado más radiante que aquella tarde. Imponía las evoluciones musculares de su deporte a la necesidad, al milagro irrepetible de captarla.

Ni un disparo.

Sujetaron al pulso lo deforme, luego el responso del agua que acunaba, sin casi chasquear, un peso ahora no remoto: sugerido.

La suma de la recompensa por hacer público su aplomo complejo, los atributos de la piel, los ojos o la lengua, nos atrajo desde innumerables confines. Juzgamos insólitas la hora, la mansión y la intemperie en las que, avisaba el anuncio, el destino si era grato nos agenciaría una primera aparición.

Escribirla con luz rebasó el propósito de sencillamente operar una máquina oscura y competir por la ganancia.

Gimió.

El surtidor, aquietado y diminuto, hizo vertical su respiro: contuvo un segundo el retorno la criatura, hacia su meta inversa, hacia la otra orilla.

¿Cuántas vueltas habría prefijado?

Cuando la contemplamos, al emerger, el espanto por la cantidad inverosímil de las plumas invirtió la sorpresa y fue también unánime la afirmación de que, a partir del instante en que dejara de nadar, o desapareciera inasible, para siempre atraída por el fondo, nuestra práctica del oficio iba a resultarnos una inconsecuente imbecilidad.

Eclipsaba cualquiera otra forma.

Tampoco nos inquietó que, progresiva o débil, volara.

(Dos: tres aleteos escurriendo hilachas de légamo crudo).

Ni que sus cuencas ancianas acuchillaran, tenues faros, las reminiscencias del crepúsculo apartándose.

Cientos de lentes diáfanos: testificando en la semipenumbra. Ya el enfoque, ya las fluctuantes composiciones. Y, sin embargo, ni lo monstruoso ni lo creíble, ni lo concreto en la película.

Una capa de plata mortecina cobijó con silencios el fracaso de la imagen, intacta su invisibilidad.

Imprevistos, los tijeretazos y las ventiscas de un helicóptero. Las falsas amabilidades del propietario, asiendo un altavoz, indicaron la orden de permanecer aún escondidos:

—Han de aguardar hasta que asciendan las otras. Recuerden que las asusta la ofensa del flash. Los recoge mi servidumbre a la medianoche.

Antes, luciérnagas.

Alguno tuvo un ataque de sed o de histeria, y se aproximó al estanque ahuecando las manos…

 

 

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