Cartas desde una época sin heroísmo / Enrique Padilla

Cartas ajenas es el cuarto libro de Geney Beltrán Félix, el segundo publicado dentro del orden de la narrativa. Se trata de una novela no desinteresada, pero tampoco agobiada por las polémicas tremendistas sobre el fin del género, y cuya fuerza reside, al menos en principio, en el interés de la trama por sí misma. Va la premisa inicial: Mariolario, gris empleado de una oficina de correos, empieza un buen día a robarse la correspondencia de otras personas. Descubre así un flujo patético de seres intranquilos, resultado de la triste capacidad generativa de las sociedades actuales. No es una falta salirse de lo monótono para consignar la monotonía, y eso queda claro desde las primeras páginas. La transgresión de Mariolario conlleva el deseable cambio de perspectiva, el corte oblicuo que permite hurgar en la vida diaria sin que la historia se vuelva una monografía o una caricatura, y transite, eso sí, por la zona de niebla de donde puede surgir la auténtica literatura de época.
      Empecé mencionando el ordinal que ocupa Cartas ajenas en la lista de publicaciones de Geney Beltrán Félix (Culiacán, 1976) porque tal vez a ciertos lectores, como a mí, les cause curiosidad saber en qué se distingue esta primera novela de su obra previa. Una característica que puede aventurarse es la mayor soltura en el hilo del discurso; como en toda historia de ficción viva, los acontecimientos se suceden con naturalidad según su propio ritmo. El protagonista, un tipo frío, desapasionado, que rehúye o parece incapaz de cualquier contacto con quienes lo rodean, cae seducido, desde luego, por el morbo; pero desde su nicho invisible acaba por reconocer a sus semejantes, y más que un espectador, se vuelve suintérprete.
      O quién quite ande creyendo (llegó a pensar Mariolario) que así Luigi Gian, yo no, ¿yo por qué?, que Luigi Gian lo odiará más: ¡No sólo me abandonó, sino que también mató a mi jefa! Cómo no pensar (se asustó en concluir) que lo que Lauro Gumersindo estaba deseando consistía no sólo en convencerse, antes de morir, de que durante su vida, en efecto, había hecho un gigantesco mal: más bien, más exactamente, en asegurarse de que Los Demás (concretamente: su hijo) heredasen la revelación del asesinato y la llegaran a conservar hasta la muerte como una herida en la memoria que ha resurgido gracias a su pertinaz infamia, qué hombre.

Pronto, Mariolario deja atrás el voyeurismo. Investiga más allá de las cartas y siente la tentación de intervenir. El buen curso de la trama se ve entorpecido, paradójicamente, por una pauta estilística que el lector aprende rápido a reconocer, con la inevitable pérdida de eficacia. Hay en la prosa un uso abundante y concienzudo, aunque anómalo, de ciertos signos ortográficos (paréntesis, guiones, dos puntos, interrogativos) cuyo propósito quizá sea reflejar la violencia de lo narrado en la sintaxis, o poner de relieve los distintos niveles interpretativos del texto. Una búsqueda semejante se halla también en los relatos más memorables de Habla de lo que sabes (Jus, México, 2009), el primer libro de narrativa del autor. Pero aquí el recurso parece un tanto gratuito, pues es el mismo aliento de la historia, su particular densidad y desarrollo, lo que va sumando nuevos significados a los hechos y creando resonancias en otros capítulos. En el caso de un escritor como Beltrán Félix, cuyos textos ensayísticos suelen presentar pasajes de envidiable armonía entre la idea y el lenguaje, esta singularidad técnica supone menos una falla que una concesión, una zancadilla a sí mismo.
      En contraste, Cartas ajenas gana en profundidad gracias a dos recursos clave. Uno es el lúcido simbolismo de varios elementos diseminados a lo largo de la novela: el sueño de las estatuas de lodo de un anciano desahuciado; la mano amputada con que el protagonista se presenta por primera vez frente al lector; el corresponsal, múltiple y único, de la sarcástica Anna Stesse, remitente de un sinnúmero de cartas autobiográficas, destinadas a las personas con los nombres más extravagantes del directorio. Digámoslo así, por más que suene a trabajo de lingüística: es su amplitud metafórica lo que admite la lectura de esos detalles como imágenes autónomas, piezas con un mensaje estético y rotundo en su finitud.

… he comprendido, Omar, que la memoria no existe, la fantaseamos para asirnos a una identidad que de otro modo se diluye frente a los ruidos del mundo y sus personas interminables y violentas, y creemos que recordar, o más bien inventar ese pasado supuesto nos salva de la aniquilación o el vacío de nuestro yo vulnerable por la confrontación ordinaria con el portero, el jefe, el taxista, los peatones, y ahora, frente a la muralla última que detiene el tiempo sé que la única memoria poderosa es la de nuestras imaginaciones del futuro […] todas las vidas que vivimos sin plenitud ni cercanía posible, pero que con el solo hecho de aspirar a ellas o soñar con ellas vuelven válida y total la tibia nuestra.

La cita anterior ejemplifica bien, por otra parte, el segundo recurso al que me he referido: los pasajes de reflexión, sobria y visceral a un tiempo. Es en buena medida debido a ellos que Cartas ajenas no decae tratando de abarcar demasiado: el retrato social y el paisaje íntimo, el conflicto con lo material y el vuelo de la razón. Las conjeturas de los personajes, bien articuladas en la trama, dan solidez y pausa a la historia.
      Para ser justos con la obra, sin embargo, hay que mencionar todavía un reparo que puede hacérsele. A lo largo de la primera parte (de tres que la componen) hay un sugerente juego entre lo real y lo fantástico que se extravía, de súbito, en el primer capítulo de la segunda. Beata María es capaz de vislumbrar la muerte de otras personas apenas unos segundos o minutos antes de que ocurra, lo cual le impide, desde el principio, cualquier tentación de heroísmo. Pero tan inexplicable fatalidad pareciera, de nuevo, salir sobrando, y no por ningún prurito de índole preceptiva, sino porque la joven, directa, cínica, indolente y pragmática, acelera el curso de las acciones del protagonista por el simple hecho de estar allí, en su cotidianidad desnuda, exponiendo de una manera más palpable el conflicto de los otros. Y para darle consistencia al discreto drama de cada día, que la fuerza de lo insólito desfigura, no hacía falta salirse de las leyes del mundo del diario. A veces, como razonaba Borges hablando de Quevedo, puede obtenerse un mayor efecto con sólo decir la verdad; o bien, para ser también justos con este siglo que todo lo cuestiona, lo que más se asemeje al rostro de la verdad. 
      Cartas ajenas no es, entonces, un libro impecable, pero eso no significa que no amerite una lectura minuciosa. En él se encuentran vidas en constante estado de tensión, apenas en equilibrio, y esto no es gratuito ni novelesco. La primera novela de Beltrán Félix exhibe la pena, el sinsabor de la anarquía institucionalizada; la sensación, tan en boga, de vivir al borde de cualquier anodino abismo. Ésta, una de las mayores apuestas de la novela, se ve ganada con creces, y en los capítulos finales del libro da pie a verdaderos alardes narrativos. Ejemplo y clausura:

Era un pasmo en su cuerpo, el de ese antiguo adolescente que jamás se emborrachó con los amigotes (que no tuvo), que nunca se escapó a las putas, ni probó mariguana, ni fantaseó jamás con las piernas y las panochas de las jovencitas que veía pasar desde las ventanas del primer piso del orfelinato. Era lucidez: como si el agua misma que recorría su cuerpo estuviera dejándole luminosa su piel interior: en este ya no más veintiañero que no se aterró nunca de su indiferencia. Salió de la regadera […] Como si usurpara la biografía de un eremita que de la noche a la mañana ha decidido salir a la calle y caer en su bruma, entregarse a la espesura de los ruidos, a lo súbito de un nosequé […] No había manera de no ser hombre, depredador, beneficiario de una casta.

 

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