Una voz propia / Sergio Téllez-Pon

Las historias de la ganadora del Premio Nobel de Literatura 2009, la rumanoalemana Herta Müller (Nitzkydorf, 1953), se caracterizan por las ideas que tiene sobre la palabra —es decir, el lenguaje— y sobre el silenciamiento —es decir, el poder de la censura: el lenguaje dirigido desde el poder. En esa tensión, Müller ha construido su narrativa, al menos la que se conoce en lengua española: los cuentos de En tierras bajas (Siruela, 1990), la novela breve El hombre es un gran faisán en el mundo (Siruela, 1992), o en las novelas La piel del zorro (Siruela, 2009), La bestia del corazón (Siruela, 2009), Todo lo que tengo lo llevo conmigo (Siruela, 2010) y Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma (Siruela, 2010). Por otra parte, sería interesante conocer en español sus dos libros de poesía: Der Wächter nimmt seinen Kamm y Die blassen Herren mit den Mokkatassen.
     Ahora aparece El rey se inclina y mata, una serie de ensayos en los que continúa el pensamiento que ha desarrollado a lo largo de su narrativa; y digo continúa porque incluso en ellos hay mucha narratividad (de hecho, en algunos cita pasajes de sus propias novelas). ¿Tenía Müller la necesidad de escribir estos ensayos cuando en su narrativa ha quedado muy claro su pensamiento al respecto de la palabra, el lenguaje? Hay que decir que no los escribió ex profeso: la mayoría son conferencias dictadas en diferentes universidades o encuentros a los que fue invitada a lo largo de los años. Lo interesante es, entonces, la continuidad de ese pensamiento, su congruencia, y la lucidez con la que ha ahondado en el tema.
     Es importante resaltar dos circunstancias determinantes en la vida de Müller: primero, que pertenece a una minoría alemana en Rumania, los suabos, y luego que, después de vivir 30 años bajo la dictadura de Ceauşescu, finalmente escapó en 1987. Cuando los migrantes salen exiliados, generalmente lo único que llevan consigo es su lengua, pero no fue el caso de Müller: su lengua materna es el alemán, no el rumano —esto es, está más cercana a las lenguas germánicas que a las romances. Sin embargo, aunque el alemán es el idioma en el que habla y en el que ha escrito su obra literaria, lo curioso del caso es que, llegada a Alemania, la autora fue excluida desde el lenguaje mismo: en uno de los ensayos, «Aquí, en Alemania», cuenta que le hacen correcciones a su pronunciación del alemán, por lo que nunca será una alemana total.
Contra el silencio impuesto, piensa Müller, está la palabra que ronda en la cabeza, que se piensa; en la boca, la palabra que está a punto de decirse o la que finalmente se escribe: es conmovedor el inicio de su novela La bestia del corazón, en el que, al arreglar unos pañuelos en una escalera de la fábrica como castigo, ella piensa en lo que va a escribir. La palabra exterioriza, materializa las sensaciones o los pensamientos que nos rondan en la cabeza. Debe de ser shockeante, por decir lo menos, que una sola palabra o una oración traiga un torrente de miedo, dolor y muerte. Porque el término que más aparece en estas páginas es «miedo»: durante la dictadura el miedo estuvo en todas partes y es imposible que no esté aquí. Sobra decir que ninguno de los nueve ensayos tiene desperdicio.
     Vida cotidiana, lengua y política son indisolubles en su obra. En oposición a esa lengua, «la lengua Estado» como la llama ella (una «jerga ideológica, distorsionada, rota», ha declarado en una entrevista), está la lengua nacional que, pese a todo, sigue hablando la gente en la calle. La «lengua Estado» quiere privar de una voz propia y, aunque no lo consigue, logra infectar a la lengua nacional, alterarla. Y es sobre esa privación de la voz propia que discurre Müller en estos ensayos: con una lucidez y precisión deslumbrantes, desmenuza minuciosamente el hecho más insignificante para que el lenguaje sea el único protagonista y vuelva a brillar. Las expresiones o las palabras describen o evocan alguna vivencia en la infancia o en la dictadura, y todo lo que ella implica, como si de la madalena proustiana se tratara. Son «escenas o experiencias que resultan cruciales y tienen consecuencias» en la vida cotidiana o, como en su caso, en una experiencia vital.
     Un amigo me reclamó que dijera, mientras leía El rey se inclina y mata, que Susan Sontag me parecía tan poca cosa al lado de Müller (lo cierto es que ya me lo parecía desde que leía a Elfriede Jelinek). Sontag, como buena intelectual orgánica, le expliqué, escribió sobre todo, que es como decir que no escribió sobre nada; en cambio, Müller, por su parte, y Jelinek por la suya, tienen un tema central: no intentan escribir sobre todo, profundizan en ese tema, que no es otro que la lengua (¿hay otro interés supremo para un escritor?, pienso ahora). Me parece, rematé, que no es casual que les hayan dado el Premio Nobel con tan poco tiempo de diferencia a esas mujeres que escriben en lengua alemana. Y otro amigo me espetó: ¿Entonces qué va a hacer Herta Müller a una feria del libro donde la invitada es Alemania y no la lengua alemana? ¿Tendremos que esperar a que Rumania sea la invitada?, respondí. La patria está en la lengua que se habla, respondería la propia Müller.

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