El hijo pródigo / Derek Walcott

Segunda Parte (9)

i
Estaba yo tendido en la cama en Guadalajara, cerca del balcón,
y veía cómo el viento de la tarde refrescaba las frondas.
Luego: campos polvosos bajo resecos montes color lila
y macizos que bien podrían haber sido de eucaliptos,
pues su corteza se despellejaba. Vi tu rostro,
vi tu carne en la suya, mi sufrido hermano;
jacarandas a lo largo de las calles, todas de ruinosa traza,
como si México entero yaciera bajo una misma película de polvo.
Y entre los árboles que salpicaban el llano, la niebla,
igual de apagada que tu obstruido resuello, amortajando los altos
de Santa Alguna. Leo esto.
Once de marzo, 8:35 a.m. Guadalajara, sábado.
Roddy. Toronto. Incinerado hoy.
Las calles y los árboles de México cubiertos de ceniza.
Tu alma, gemelo mío, revolotea aún en mi cabeza:
colibrí aturdido por las vigas,
enrejado en una vidriera por la que asoma un cielo luminoso.
La sirvienta canta detrás de la casa,
con pinzas de madera entre sus dientes,
se abalanza sobre la ropa sucia como un ángel justiciero,
y la ladera lasca, y después se da a la vela. Roddy.
¿Dónde estás esta soleada tarde?
Yo sigo sin interés un partido de futbol por la tele,
mientras tú te derrumbas pesadamente en el hueco del sofá,
la cabeza encogida, húmedos los ojos,
y cada permuta representa una ordalía.
ii
Yo llevo en mi recuerdo una ciudad blanca
con avenidas de flores marchitas,
sin tumultos de tránsito, tan sólo el de las olas,
sin luces al crepúsculo en su corta calle
donde mi hermano y nuestra madre ahora comparten
el mismo domicilio, ¡y son tantos sus vecinos!
Reserven un rincón para el acomodo de los muertos,
para sus túmulos que se multiplican a orillas del mar que abre surcos,
no en las catacumbas iluminadas con las antorchas de su cabeza,
sino junto al cementerio con brillo de almendros y flores de espuma.
¿Cuál era nuestra guerra, veterano setentañero?
Salvar la luz salobre de la isla
proteger y exaltar a su pequeño pueblo
llevar al trono unas tijeras restallantes
que miran la candente carretera y las flores azules al otro lado de ella
y detrás las montañas de filo azul claro
y el barbero con su rostro de pugilista,
alguien, pongamos, que ama su oficio más que la victoria
no como ese sastre de Moroni que se ladeaba arrogante
a evaluarte con los ojos de sus tijeras.

iii
El día, con todo su dolor avante, es tuyo.
El arrugamiento incesante del mar en la mañana,
la ondulante gutagamba del allegro de las hojas del cedro,
las varas de zigzagueantes ramas que cantan con la brisa,
los prados oxidados, yerba a la que el viento devuelve su inocencia,
el caminero arrullo de las tórtolas color de piedra,
el eco de la bendición sobre un hogar:
sus habitaciones de dolor, sus pórticos de remordimiento
cuando el gozo cortante abría las puertas a corazón abierto
tal azorado colibrí delante del jardín y del estanque
donde el cielo se ha caído. Ésos son todos tuyos,
y el dolor que los ha vuelto más brillantes como la ausencia
que sigue a la muerte, o como la luz que a la yerba cicatriza.
Y la lagartija color de palo huye apresurada de su rama,
dedos que se deslizan por los trastos de una guitarra.
Yo escucho las detonaciones del agave,
las balbucientes explosiones de la buganvilia,
veo la hoguera de la acacia, las bayonetas de la begonia,
las espinas del tamarindo, la andanada de nubes de la calabaza,
los cedros que enarbolan sus blancas banderas de rendición
y el cerco tendido a la fortaleza de los framboyanes.
Veo toros negros, gachos los cuernos, galopando, corneando la niebla
que levantaron, despejando los pequeños cerros de Santa Cruz
y los olivos de Esperanza,
el idilio andaluz, la respuesta
y la hueca pandereta de la luna,
las guitarras de la llovizna
los alambres de la lluvia iluminados por el sol
los mantones y las estrellas de costumbre
y las ruinosas fuentes.

iv
Cuando éramos niños al volver a casa de la playa,
¡pasaba cada cosa! El cuerpo parecía que cantaba
con la sal, la luz del sol bordoneaba por toda la piel
y la sed abrasadora hacía del agua helada
una jadeante bendición y, bajo el calor blindado,
las piedras abrasaban las suelas, la tórtola se escondía,
desolada, en el follaje que refrescaba al calor, y nosotros
entregábamos la arena a su murmullo, a las lentas, frescas canoas.

Setenta y un años después de nuestro reparto,
el hombre desbaratado en el espejo de la mañana.
Y todos los fragmentos sueltos que habrán de completarme:
los separados dientes frontales de una dentadura postiza
la espesa niebla que no puedo atravesar sin mis anteojos
el pinchazo de dolor de un riñón
esos gritos de aguda condición mortal.
Y tu esposa, día y noche,
reuniendo nuestro equipaje
para soportar otro día sobre el sofá:
batas, anteojos, dientes; porque
tus manos eran hojas arrebatadas por la ráfaga
cuando las hojas muestran venas dilatadas, desecadas,
incapaces de protestar o de aplaudir:
a los cedros, al mar que no puede cambiar de tono,
en una mañana lavada por la lluvia que recitaré luego
a las vidrieras que reflejan húmedos árboles y nubes,
como si se tratase de fachadas de tiendas y oficinas.
¿Y con qué voz, pues ahora oigo voces que cambian sin descanso?
El cambio de luces sobre una rosada pared de yeso
es el cambio de una cultura: cómo es vista la luz,
cómo en estas islas es constante, sin que la rijan las estaciones,
tan opuesta al mortal, desahuciado sol de la canícula
o al reducido circo de sombra de la plaza de toros.
Así es como la gente mira a la muerte
y escribe una literatura de fluida transciencia
mientras el sol pierde la vista, cantándoles a las islas.

Y luego el alba, el incontaminado cobalto
del cielo y el mar. Las horas de ocio, y yo,
contemplando los toscos penachos de los quirománticos
en el viento de la tarde; escucho el apagado susurro
que dice que ellos siguen muy fríos en la ocre tierra
bajo un sol triste, escucho el acordeón de la oruga
y el antiguo cortejo de las tórtolas.
El moño de amarilla puya se balanceó sobre un toro negro
su brillo como de óxido de ébano relumbró a través del pelo
mientras los bambúes traducían la trilla de los olivos
y los olivos la caligrafía del bambú
el plateado gorjeo de una parvada de pajarillos
pidiendo la lluvia, a balbuceos, alambres de llovizna,
papel de estaño del mar en la tarde y del fagot de la paloma.
La casa en la colina de enfrente:
dorados rayos entrecruzan sus sombras sobre la piedra gris,
remilgados, llenos de falsa confianza,
luego una oleada de dicha, un contento inexplicable,
como la luz sobre un jardín dorado fuera de Florencia,
el viento de la tarde que remoza la plata de los olivos
y las palomas del mar, blancos veleros,
y el alborozo fresco de los delfines
sobre el coral en forma de astas de venado.
Cartagena, Guadalajara,
cuyas calles, si uno escucha a escondidas,
hablarían castellano demótico
si el polvo no hubiese espolvoreado el eucalipto con silencios
sobre el paréntesis del balcón de hierro
y la máscara azteca de Mercedes
en la punta de la lengua cual gorrión remojándose en el estanque
y sacudiendo la rúbrica de su cola, un nombre
como un batir de alas en una pila de baño para pájaros:
¡Santiago de Compostela!

v
En cierto año que se aleja con prisa, un verano en España,
cuando las costillas de cordero se tostaban exquisitas en una fogata de
[leña de pino,
tus ojos eran los tizones, tu lengua su saltarina llama,
mi ibérica sibila, Esperanza, de tímido trato.
Un río rugía desde su embalse; y salpicaba los pinos la espuma
que trajeron los gritos de los niños, por el viento llevados
hasta nuestra merienda de campo, y más adelante el lindero
era el chapitel pardo de la catedral
tal una rosa surgida de las cenizas
y la luz del sol se enfriaba y el viento a filo de cuchillo
entraba de un rugido en el pinar y el embalse hacía juego
con el domingo en España, ¿de cuál año que se aleja ya?

Versión de José Luis Rivas

 

The Prodigal Son
Part Two (9)

i
I lay on the bed near the balcony in Guadalajara / and watched the afternoon wind stiffen the leaves. / Later: dusty fields under parched lilac mountains / and clumps of what must have been eucalyptus / by the peeling skin of their barks. I saw your face, / I saw your flesh in theirs, my suffering brother; / jacaranda over the streets, all looking broken, / as if all Mexico had this film of dust, / and between trees dotting the plain, fog, / thick as your clogged breath, shrouding the ranges / of, possibly, Santa de Something. I read this. / March 11. 8:35 a.m. Guadalajara, Saturday. / Roddy. Toronto. Cremated today. / The streets and trees of Mexico covered with ash. / Your soul, my twin, keeps fluttering in my head, / a hummingbird, bewildered by the rafters, / barred by a pane that shows a lucent heaven. / The maid sings behind the house, / with wooden clips in her teeth, / she rips down laundry like an avenging angel / and the hillside surges, sailing. Roddy. / Where are you this bright afternoon? I / am watching a soccer match listlessly / on TV, as you did sunk deep in the socket of the sofa, / your head shrunken, your eyes wet / and every exchange an ordeal.

ii
I carry a small white city in my head, / one with its avenues of withered flowers, / with no sound of traffic but the surf, / no lights at dusk on the short street / where my brother and our mother live now / at the one address, so many are their neighbours! / Make room for the accommodation of the dead, / their mounds that multiply by the furrowing sea, / not in the torch-lit catacombs of your head / but by the almond-bright, spume-blown cemetery. / What was our war, veteran of threescore years and ten? / To save the salt light of the island / to protect and exalt its small people / to sit enthroned to a clicking scissors / watching the hot road and the blue flowers across it / and behind the hedge soft blue mountains / and the barber with the face of a boxer / say one who loves his craft more than a victory / not like that arrogantly tilted tailor of Moroni’s / assessing you with the eyes of his scissors.

iii
The day, with all its pain ahead, is yours. / The ceaseless creasing of the morning sea, / the fluttering gamboge cedar leaves allegro, / the rods of the yawing branches trolling the breeze, / the rusted meadows, the wind-whitened grass, / the coos of the stone-coloured ground doves on the road, / the echo of benediction on a house— / its rooms of pain, its verandah of remorse / when joy lanced through its open-hearted doors / like a hummingbird out to the garden and the pool / in which the sky has fallen. These are all yours, / and pain has made them brighter as absence does / after a death, as the light heals the grass. / And the twig-brown lizard scuttles up its branch / like fingers on the struts of a guitar. / I hear the detonations of agave, / the stuttering outbursts of bougainvillea, / I see the acacia’ s bonfire, the begonia’ s bayonets, / and the tamarind’s thorns and the broadsides of clouds from the calabash / and the cedars fluttering their white flags of surrender / and the flame trees’ siege of the fort. / I saw black bulls, horns lowered, galloping, goring the mist / that rose, unshrouding the hillocks of Santa Cruz / and the olives of Esperanza, / Andalusian idyll, and answer / and the moon’s blank tambourine / and the drizzIe’s guitars / and the sunlit wires of the rain / the shawls and the used stars / and the ruined fountains.

iv
When we were boys coming home from the beach, / it used to be such a thing! The body would be singing / with salt, the sunlight hummed through the skin / and a fierce thirst made iced water / a gasping benediction, and in the plated heat, / stones scorched the soles, and the cored dove hid / in the heat-limp leaves, and we left the sand / to its mutterings, and the long, cool canoes. // Threescore and ten plus one past our allotment, / in the morning mirror, the disassembled man. / And all the pieces that go to make me up— / the detached front tooth from a lower denture / the thick fog I cannot pierce without my glasses / the shot of pain from a kidney / these piercings of acute mortality. / And your wife, day and night, / assembling your accoutrements / to endure another day on the sofa, / bathrobe, glasses, teeth, because / your hands were leaves in a gust / when the leaves are huge-veined, desiccated, / incapable of protest or applause. / To cedars, to the sea that cannot change its tune, / on rain-washed morning what shall I say then / to the panes reflecting the wet trees and clouds / as if they were storefronts and offices, and / in what voice, since I now hear changing voices? / The change of light on a pink plaster wall / is the change of a culture—how the light is seen, / how it is steady and seasonless in these islands / as opposed to the doomed and mortal sun of midsummer / or in the tightening circle of shadow in the bullring. / This is how a people look at death / and write a literature of gliding transience / as the sun loses its sight, singing of islands. // Sunrise then, the uncontaminated cobalt / of sky and sea. The hours idle, and I, / watching the heaving plumes of the palmistes / in the afternoon wind, I hear the dead sighing / that they are still too cold in the ochre earth / in the sun’s sadness, to the caterpillar’s accordion / and the ancient courtship of the turtle-doves. / Yellow-billed egret balanced on a black bull / its sheen so ebony rust shines through the coat / as the bamboos translate the threshing of the olives / as the olives the bamboo’s calligraphy / a silvery twitter of a flock of fledglings / stuttering for rain, wires of a drizzle, / tinfoil of the afternoon sea and the dove’s bassoon. / The house on the hill opposite— / blond beams criss-cross their shadows on grey stone, / finical, full of false confidence, then / a surge of happiness, inexplicable content, / like the light on a golden garden outside Florence, / afternoon wind resilvering the olives / and the sea’s doves, white sails / and the fresh elation of dolphins / over the staghorn coral. / Cartagena, Guadalajara, / whose streets, if one eavesdropped, / would speak their demotic Castilian / if dust had not powdered the eucalyptus with silences / on the iron balcony’s parenthesis / and the Aztec mask of Mercedes / on the tip of the tongue like a sparrow / dipping into the pool / and flicking its taillike a signature, a name / like the fluttering of wings in a birdbath— / Santiago de Compostela!

v
In a swift receding year, one summer in Spain, / when the lamb-ribs were exquisitely roasted on a pine-fire / your eyes were its coals, your tongue its leaping flame, / my Iberian sibyl, touch-timid Esperanza. / A river roared fram its dam, the pines were sprinkled / with its spume that brought boys’ cries on the wind / drifting to our picnic and beyond the bank / as the brown spire of the cathedral / as a rase went out in the ashes / and the sunshine cooled and the wind had an edge / when a roar in the pines and the dam would blend / on the Saturday in Spain, in what receding year?

 

 

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