El extraño caso de Raúl Reis / José Prats Sariol

a la memoria de José Saramago

La primera vez no se dio cuenta, ni las próximas dos o tres. Los incidentes cercanos sí le preocuparon, pero les había restado valor, apagado las razones políticas. Porque era tan extraño como la visita de Fernando Pessoa que quizás fuera un sueño, una repentina alucinación que le puso a conversar de versos endecasílabos y metáforas de navegantes, de besos sin futuro y de las empecinadas rutinas, de imágenes visionarias y ocultismo.
     Porque fue esta madrugada de junio, cuando se despidió ceremoniosamente, que comenzó a hilar casualidades, como si un heterónimo del poeta portugués —tal vez Alberto Caeiro— permaneciese en la habitación y le sembrara el desasosiego que se había ocultado como un avestruz, como el vecino que ni viéndolos sobre el sofá pudo admitir que su Lidia le engañaba con Ricardo, el médico de enfrente que había trabajado en Río de Janeiro.
     La extraña atmósfera todavía flota allí junto a la cama y el librero, por encima de la máquina de escribir, bajo la lluvia que cae impenitente sobre el balcón del apartamento, que cuatro pisos más abajo empapa las sombrillas y los periódicos de los que se apresuran al trabajo o a sacar un turno en el policlínico de      Carlos III. La percibe, sabe que no puede evitarla, mientras oye que Blanca le llama a la mesa redonda con el Raúl habitual.
     —Entiendo lo que no quiero —se comenta en voz baja.
     Entonces camina lentamente por el estrecho pasillo hacia la sala-comedor. Pasa frente a la puerta del baño donde dos o tres horas antes se echó agua fría en la cara tras desvelarse, donde hace un rato se había quitado el piyama, lavado los dientes, orinado… Pasa por la puerta de Teté y piensa que quizás sintió cuando conversaba con Pessoa. Pero si Blanca, que dormía a su lado, no oyó nada, era casi imposible que ella advirtiese la presencia del forastero. Sin embargo, cuando arriba al costado de la cocina, oye que Teté pregunta quién estuvo. Y sólo contesta:
     —Era yo, mamá, que leía en voz alta.
     Al llegar a la sala-comedor, aún sorprendido por la intuición de Teté, escudriña en los ojos de su mujer algún signo de interrogación que delate curiosidad por el espiritismo o preocupación ante el ensombrecimiento que padece su cara. Algo hay, porque al rodar la silla de hierro Blanca le dice que tiene ojeras de búho, y le alcanza la cestica del pan sin agregar palabra, dándose cuenta de que la mañana es propensa a desahogos y confesiones.
     Pero Raúl se resiste a compartir la certeza. Su silencio mientras moja el pan en el café con leche es un acto de caridad, dejar que Blanca siga creyendo en una distracción o en el azar de una bocacalle, en el teléfono roto o en un viaje a provincia, como él había deseado hasta hace un rato. Quedarse callado le parece un acto de cariño, un escudo contra la miseria que hoy se presenta con las máscaras de sus compañeros, con los recuerdos de una fiesta o de un velorio, de un abrazo en cualquier aeropuerto. La ingratitud se le viste de viuda grotesca o absurda, cruel o chistosa. O mejor: grotesca y absurda y cruel y chistosa. Tan mezclado como el reportaje escrito hace años sobre la bahía habanera, donde le rindiera homenaje a Calvert Casey, el cuentista de los detritus y las lacras, de perros tiesos flotando entre las manchas de petróleo.
     —Se suicidó en Roma, otro exiliado que no pudo aguantar… —recuerda.
     Sin embargo, la bolsa de la ciudad a la que llegó hace varias décadas desde Morón, donde ahora vive la pesadilla, se abre dentro del silencio que la lluvia mitiga, entorpece para que le eche la culpa al mal tiempo del verano. Piensa entonces que el verdadero mal tiempo es otro. Y decide que se lo contará a Blanca para contárselo a sí mismo, atenuar la vergüenza ajena, porque más importante que los indicios y comprobaciones es la visita de Fernando Pessoa, quizás bajo la procaz vestimenta de su heterónimo Álvaro de Campos, a juzgar por las frases agresivas que lanzó contra los que deseaban taparle la boca a su amigo Raúl.
     Por eso no puede aguantar más. Y comienza por un amigo gay. Otra vez le observa pasándose la mano por la calva blanquecina antes de decir que no puede atenderle, que tiene un visitante inesperado pero fogoso, esculturalmente reiterativo. Y dándoselas de galán italiano para alimentar de paso una egolatría de primera bailarina del Moulin Rouge, un erotismo de vedette matancera… Todo menos hacerle saber que su presencia era un carbón rojo, que conversar con él podía quemarle el statu quo más rápido que la guillotina con que Lenin o Stalin enviaban a los Soljenitsin al Primer círculo de Siberia. Y su «Yo te llamo» que aún espera casi un mes después, porque a lo mejor una tormenta magnética atacó las comunicaciones, interrumpió el diálogo que sostenían desde adolescentes.
     —Era una margarita tibetana, temblaba como hace más de treinta años cuando recogían a los homosexuales y yo le aconsejaba prudencia, no desbocarse como Reinaldo Arenas en el urinario de El Gato Tuerto… Sabroso mal rato que le hice pasar sin darme cuenta, sin intención de perjudicarlo… Pero quizás Pessoa tiene razón, quizás uno al morir permanece aquí durante nueve meses, el mismo tiempo de gestación, y decide hacerse visible o invisible, vivir o imaginarse que vive. A lo mejor la escena nunca existió, ni yo existo ahora, sólo el deseo de desayunar junto a ti y a mi pobre amigo gay que se aterrorizó ante el fantasma.
     Después recuerda al astrónomo. Desconocía esa afición diurna del viejo humorista, tal vez fuera un pacto solar, la caza de algún asteroide, un et que aterrizaría en los jardines del Hotel Nacional. Porque era por la misma acera de 23, frente al Retiro Médico. Él subía con rumbo a la televisión o al bar del Hotel Colina, donde tantas tardes y noches cayeron confesiones de un nuevo amor y rones dobles, chistes políticos y disparates del gobierno.
     —Yo bajaba, Blanquita, hacia el Wakamba. El cruce era tan inevitable como las olas contra el Malecón… Tenía que demostrarse la misma agilidad mental que le había conseguido fama en los años cincuenta. Y lo logró. Porque de eso nada, a menos de tres metros, sobre una losa de Wilfredo Lam, después de darse cuenta de que toparía conmigo, se puso a mirar la reluciente Osa Mayor, la constelación de Andrómeda, el cilindro de Anaximandro —concluye, mientras trata de que una sonrisa apague las decepciones, no se crispe.
     Ahora suma varios recuerdos, los revuelve para construir el relato. Adopta un tono entre sacerdotal y académico, a ver si exorciza las bajezas. Porque le da asco, porque en el fondo no quiere cerciorarse, vomitar. Y así lo cuenta, aunque sabe que es inútil, que la generosidad es el recuerdo de cuando le prestaba el apartamento de una amiga en la calle Paseo para que estuviera con la novia de entonces. Es el bovarismo el que agrupa bajo un nombre bíblico los recados que había recibido a través de terceros: «¿Cómo se te ocurre?», «No sabes que aquello es peor que esto», «¿Quién te ha dicho que existen periodistas independientes?», «Se puede jugar con la cadena, pero no con el mono», «¿Cuál libertad de expresión hay por allá, a ver?», «Le haces el juego a los enemigos», «¿Por qué no esperas a que las relaciones con los Estados Unidos se normalicen?», «Una autocrítica pública y procuraremos resolverte»… Y el más desolador: «¿Quieres irte del país?, chico, coño, parece mentira, coger esa lucha por gusto».
     —¿Será por gusto? —le pregunta a Blanca.
     Y el último suceso acaba con el resto de incertidumbre. Su hija menor ocupa el espacio, todo el espacio, hasta se traga el aguacero. El hecho de que viva con la madre, bastante lejos de Centro Habana, no impidió que los rumores sobre el apestado arribaran al Casino Deportivo:
     —Papá, en la escuela alguien me dijo que eres un vendepatria.
     —Sigo siendo Raúl, tu padre, queriéndote igual.
     Blanca empieza a llorar y a él se le desgaja la voz, como el penacho de una palma real cuando lo hiere un huracán. Pero enseguida recuerda que Pessoa le había anunciado que sufriría varias trampas de la realidad, algunas más virtuales que cualquier ingenio de la cibernética. Y tiene la ilusión de que la pregunta de su hija haya sido otro desvarío, parecido al de los inmemoriales amigos.
     Recuerda ahora que uno de ellos se mandó a correr, literalmente, cuando les vio en la esquina de Obispo y Mercaderes; que otra dejó el helado en cuanto entraron a la cafetería de Línea y 11; que por poco los expulsan de la sede del Instituto Cubano del Libro cuando salieron de la pública librería del frente a tomarse un público refresco en el patio público del Palacio del Segundo Cabo; que a un periodista alemán no volvieron a darle la visa porque lo había entrevistado; y la fiesta organizada en Santos Suárez, la noche del mitin de repudio, cuando algunos no asistieron ante el temor de que llegara la Seguridad del Estado… Aunque a la vez está la paradoja, la mejor prueba de que es invisible en el cuento de una de sus ex mujeres, que juró en la Unión de Escritores y Artistas nunca haber estado con él… Se llamaba Raúl y era gordo y poeta, pero era otro, ¿por qué no iba a existir otro?
     —¿Seré otro? —se pregunta en voz alta.
     Pero la voz de Teté impide la respuesta. Dice, desde el pasillo, que acaba de ver a un hombre de levita y sombrero rumbo al cuarto del fondo…
     —Es Pessoa, mamá, Fernando Pessoa. No te preocupes —contesta Raúl, mientras mira el pedazo de cielo de la encapotada ciudad que el balcón encuadra. Al hueco que parece llevárselo hacia Lisboa o hacia cualquier sitio donde no sea un caso inverosímil, que le invita a sacudirse los hombros, apurar la taza de café con leche, regresar a su cuarto, escribir un poema tan extraño como el ser en que desean convertirlo.

 

 

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